15 oct 2009

15.

Querido J.
Me contendré. Por todos los dioses que iluminan mis entendederas que acortaré mis escritos. Esta correspondencia quiere ser una prueba.


Saboreamos el chocolate, Mercedes de Triana mojo los churros con fruición mientras yo me deleitaba con tan sugerente cuadro. No veía la hora en la que pudiéramos reposar en la pomposa alcoba que aún no había tenido ocasión de disfrutar. Mas todo llega, amigo, todo llega; y llegó el estimulante momento de abrir la puerta del paraíso. De lo que sucedió tras cerra la puerta, de cómo el éxtasis que se apoderó de mi al rozar el mismísimo edén con  la punta de mis dedos y me trasportó hasta galaxias desconocidas, de cómo mi visión se me nubló y mis sentidos se desvanecieron al verme envuelto por la más dulce de las sensaciones...de todo ello, hermano, no te puedo dar detalles sin apearme de mi condición de caballero, cosa que como sabes no voy a consentir.


Únicamente te voy a describir lo que se asemeja a una experiencia mística y que, para serte totalmente sincero, es lo que recuerdo con más claridad. Sucedió al concluir cierto episodio íntimo que me he prometido no detallar. Fue, lo juro por los ángeles del cielo, una aparición surgida de entre las sábanas de seda y que yo contemplaba hechizado desde una mecedora en una esquina de la alcoba. Una tenue luz anaranjada planeaba alrededor del cuerpo más hermoso, proporcionado, terso, suave, satinado, cimbreante y sereno que jamás ojo humano hubiera visto. Experiencia reservada a los dioses. Es uno de esos momentos, hermano del alma, en los que intensificamos nuestros sentidos hasta la extenuación sabedores de que es un instante único e irrepetible. Una visión ante la que evitamos parpadear a fin de no perder detalle, y abrimos nuestra memoria para que tan fantástica imagen quede plasmada en nuestro recuerdo para el resto de nuestros días. Aquel cuerpo que serpenteó desde el lienzo del lecho hasta mostrarse radiante frente a mi, se movió lento, con sosegada calma hasta mostrarme su perfil de cuerpo entero, con sus turgencias y sus resaltes. Créeme, amigo, si te digo que no sabía dónde me encontraba, que habían desaparecido el tiempo y el espacio, que si una voz me hubiera dicho que me encontraba en los cielos, eso que hubiera creído. Aún tengo que confesarte que el momento de mayor embelesamiento, aquél en el que olvidé tomar aire para respirar, fue cuando vi a la trianera, vestida únicamente con un trapito llamado tanga, inclinar su cuerpo desde la cintura dejando firmes en el suelo unas piernas desnudas y largas como un día sin pan, para recoger sus pantalones jeans, que se colocó con una parsimonia que encendía mi imaginación al observar cómo se ajustaban a su cuerpo al igual que si de una segunda piel se tratara. Amigo del alma, si no fuese poco dado a misas y misticismos juraría que en el momento en que la trianera iba subiéndose los ajustados jean y cerrando la cremallera dejando descolgado el botón metálico que estos pantalones acostumbrar a tener, una luz brillante, nítida, envolvente y cálida  envolvió la alcoba...


Tengo el palpito de que quizá hoy hubieras preferido una correspondencia más detallada, pero prometí acortar mis cartas y lo he de cumplir.


Un abrazo. Búho

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