Querido J.
Me he quedado sorprendido al comprobar la agotadora extensión de mis misivas. Me siento abochornado y te piso disculpas. Confía en mi compromiso, paciente amigo, para enmendar ésta querencia de no poner fin a mis epístolas.
Dicho lo anterior, amigo J, no quiero dejar de satisfacer tu curiosidad y contarte brévemente, que no rápidamente, lo que continuó desde el punto en que lo dejamos en mi anterior correspondencia.
Después de que mi amigo de parranda, poniendo en grave riesgo su integridad física, me hiciera llegar la copa para el vino francés con instrucciones inapelables -¡invítala!, me dijo-, me quedé como la fisgona mujer de Lot a las puertas de Sodoma: como una estatua, y no de sal, que es fácil de diluir en agua, sino de grafeno, que a decir de Wikipedia es el material más duro de los conocidos en la naturaleza hasta la fecha de hoy. De aquel estado comatoso me despertó la voz más dulce, penetrante, envolvente, sedosa e insinuante que imaginar pudiera:
-¿Me vas a invitar a una copa de champán? --Así de sofisticado es el nombre del vino francés. Recordando que los nacidos en mi barrio somos celebres en todo el pueblo por nuestro reconocido temple ante la adversidad, me vine arriba, y sin derramar una sola gota del espumoso le colmé la copa en dos tandas: primero un poquito, y cuando la espuma hubo bajado llené el resto del recipiente. Esto lo aprendí en un documental de la 2 que llevaba por titulo "refínese usted antes de sentarse a la mesa", programa al que era adicto en los tiempos en que regentaba el Búho de Oro. Y comenzó una conversación de la que te resumo lo menos absurdo. Tomé la iniciativa, como es natural:
-¿Estudias o trabajas?. --Desde luego iba por buen camino, ya que la dejé con la boca abierta. Cuando, pasados unos segundos interminables se repuso de mi ingeniosa pregunta, alabó la madurez de mi caracter.
-¿De la vieja escuela, eh?
Una vez nos conocimos lo suficiente me confesó que sus continuos viajes al urinario no eran por imperativos fisiológicos, sino que eran para dejarse ver; para que la viera, cómo si fuese posible no fijarse en aquella mujer. Y, con la confianza que íbamos tomando de la mano del espumoso, me descubrió varios pasajes de su agitada vida. Sin duda éstos son los más interesantes: aquella misma noche, me confesó, estuvo en el local del piano cruzando su mirada con la mía; y no solo eso: también estuvo en la taberna donde repuse fuerza con una tapa de papas aliñas y otra de atún encebollado. Allí me vio y supo, por mi conversación a través del comunicador portátil, que me dirigía a la boat. Quiero decir con todo esto, querido amigo, y lo digo henchido de orgullo, que la muchacha llevaba horas detrás de mi persona. Engrandecida mi estima, decidí no reparar en gastos y me dispuse a pedir otra botella del carísimo vino francés. Por suerte para mi magro peculio, la muchacha prefirió una bebida en la que se combinaba refresco y alcohol, más asequible a mi presupuesto, si es que en aquel local había algo asequible.
Tan emocionante estaba resultando el encuentro que olvidamos, ella y yo, algo tan esencial como conocer nuestros respectivos nombres. La engorrosa omisión se disipó gracias a mi iniciativa,. Como puedes observar amigo mio, no he soltado las riendas de la situación ni un solo segundo.
-¿Cual es tu nombre? --pregunté
-Mercedes, --contestó sin rubor, que hasta ese extremo llegaba nuestra confianza
-Curioso nombre para una sevillana, más bien parece el de una barcelonesa. --Con esta observación, tal vez un poco fuera de lugar, pretendía lucir mis conocimientos sociológicos de todos los rincones del país, con el escondido objetivo, lo confieso, de impresionar a la muchacha.
-Es por mi abuela. En una maniobra de emigración inversa llegó a Sevilla desde Sant Feliu de Llobregat, y claro, vino con su nombre. Yo estoy bautizada en la Iglesia de Santa Ana, en Triana.
-Pata negra --esta expresión la consideré muy apropiada.
Con esta y otras cuestiones íbamos pasando la noche mientras bebíamos el revuelto de refresco y licor que había pedido Mercedes de Triana, que a tenor de la veces que vació su vaso le debió de parecer pura ambrosía. Cuanta más ambrosía bebíamos más necesidad teníamos de acercarnos el uno al otro para hablar y escuchar. Tanto que acabamos, por momentos, piel con piel, lo que provocaba un estremecimiento en mi masculinidad como hacia tiempo que no sentía. Caballero como soy calmaba mi enardecimiento ingiriendo más ambrosía. Operación que no solucionó nada y que más bien, pienso ahora, exponía con mayor claridad el acaloramiento que me aturdía. Luchando como estaba para apagar mis instintos no percibí que la bella sevillana debería de estar pasando por un trance similar, conclusión a la que llegué cuando me formuló una pregunta que consideré delatadora a la vez que concluyente:
-¿Tu dónde pernoctas?
Comprenderás, amigo mio, que después de interpelarme tan directamente, la conversación tomó un rumbo radicalmente distinto y del que no debo desvelarte mayores detalles. Creo yo.
Y como me he vuelto a exceder en el número de lineas que me impuse al iniciar esta carta, dejo suspendida aquí la la narración de los acontecimientos hasta mejor ocasión.
Recibe un acalorado abrazo de tu amigo Búho.
2 oct 2009
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