29 sept 2009

9.

Querido J.
En mi anterior epístola me comprometí a contarte la visita que, junto con mis antiguos compañeros,  hicimos a la "boat" situada en el mismo edificio donde nos alojamos, aunque en pieza diferente. Cosa fina, ya verás. Pero se me ha cruzado el recuerdo de un sucedido que aconteció en días posteriores y cuyo relato me gustaría adelantar, por si eso te ayuda a comprender mi nuevo estado de ánimo. Te cuento:


Hay en Sevilla un plaza llamada del Duque y que según eruditas opiniones se refiere al Duque de Medina-Sidonia, al haberse construido el mencionado noble su palacio en ése lugar. Eso es en el mismo centro de la ciudad. Un privilegio. Tan principal plaza está rodeada de calles famosas, de hoteles en los que me hospedé años atrás, y de un enorme edificio dedicado al la venta de cualquier mercancía imaginable. Edificios como éste, con nombre de país extranjero, los hay en toda la nación y gozan de una reputación sin igual. Algunas ciudades, como ésta en al que estoy, lo tienen por dos veces; uno está en la ya mencionada Plaza y el otro lo tengo justo enfrente de donde pernocto. Te llamará la atención, perspicaz amigo, que haya elegido el almacén más alejado  del lugar donde me hospedo para realizar compras menores, pero cuando te cuente lo que sucedió en días anteriores entenderás que necesitara un paseo y una bocanada de aire fresco.


La breve historia de hoy sucedió en este gran edificio, en el de la Plaza del Duque. Llegué hasta allí paseando siguiendo las indicaciones de la Catedral, con la esperanza de encontrar sosiego entre sus gruesos muros. Justo en su entrada me llamó la atención un letrero con el nombre de los mencionados almacenes y una flecha indicando su ubicación. Decidí cambiar Catedral por catedral. Caminé hasta una Plaza Nueva, y caminando por delante de la Casa Consistorial abordé la calle dedicada una ciudad de nuestro vecino país árabe. En menos tiempo que más me encontré frente a la catedral de las mercaderías, que por cierto está precedida, a modo de aperitivo, o de tapa -dicho ésto último en honor a la ciudad que nos acoge-, por un mercadillo popular en la misma plaza. Y allí que entré. 


En estos lugares tengo por costumbre pasear por los pasillos flanqueados de libros para todas las aficiones, los cuales agarro, hojeo, toco, huelo y devuelvo la más de las veces. En esta ocasión estaba absorto leyendo unas lineas que suelen imprimir en el reverso del libro y siempre con tono elogioso. El libro que me atrajo era difícil de catalogar, de autor desconocido por anónimo, y que llevaba por titulo "La Vida Misma". Las lineas que pude robar no lograron convencerme hasta el punto de que me dejara los cuartos; cuando se pueda leer gratis, quizás, pensé. En estas estaba, amigo J, cuando una voz me sacó de mis disquisiciones: -Anda, pero ¿eres tú?. La pregunta a modo de saludo no dejaba de ser una majadería, porque si de algo estaba seguro quien preguntaba, y yo mismo, es que yo soy yo y no otro. Y este principio es de  aplicación a cualquier otra perssona. Quien formuló tan elemental pregunta era una vecina de mi localidad de origen y esposa de un amigo, a la que conocía bien y que gozaba de unos días de descanso en esta plaza. Después se paso a la batería de preguntas que marca el protocolo: qué haces aquí, estás solo, cuándo has llegado, hasta cuándo te quedas, y muchas más. Conociéndome como me conoces, J, ya imaginas que esquivé las preguntas que pude y no devolví ni una sola curiosidad. La mujer, vieja conocida  con la que había tenido momentos de intimidad y confidencias, aún recordaba mi talante, por lo que al comprobar que no me separaba ni un así del protocolo decidió poner en marcha el mecanismo de despedida, más pesado, si cabe, que el de bienvenida.  


Y éste es el punto al que quería llega, paciente amigo, para contarte algo que me dijo mi vieja amiga. Un algo que te resultará familiar, y por eso te lo refiero, tal y como tú me lo confiaste de ti. Es el caso que cuando nos separamos dándonos la espalda, ni ella ni yo pudimos vencer la tentación de volver la cabeza apenas trascurridos dos pasos. Cuando me di cuenta intenté esconder la mirada, pero en ese momento mi vieja amiga dejó caer mi nombre de sus labios, y no sin cierto rubor me detuve y fijé mi mirada en sus ojos. Ella aguantó mi mirada, frunció levemente las cejas y durante unos segundos el silencio nos envolvió hasta que ella lo rompió diciéndome, con una voz que le salia del recuerdo, que veía algo extraño en mi...los ojos, son los ojos, Búho: tienen brillo, una luz que te sale del interior, una claridad que nunca percibí cuando vivías en nuestra ciudad... 


¿Recuerdas, viejo amigo, quién descubrió eso en ti?. Un abrazo. Búho

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