30 sept 2009

10.

Querido J.
Dos cartas atrás te narraba nuestra estancia en el local con el piano en el centro y la barra acolchada.Y si mal no recuerdo llegué a referirte mi salida del mencionado local. Dejando al margen la anécdota del cruce de miradas con la muchacha del rostro agraciado, retomo la narración.


Este es un punto de escaso interés en lo sucedido aquella noche, pero cronológicamente fue lo primero que sucedió. A la salida del local del piano nos arremolinamos en torno a un punto imaginario de la acera y comenzamos a discutir el asunto de la cena. En menos tiempo de lo que tarda en caer un rayo se formaron dos grupos de opinión. Uno, capitaneado por Sebastián, un veterano sesentón con panza criada a la sombra de la Cruz del Campo y con la frente despejada, y el otro liderado por Liberto, un joven novicio que se excita solo con oír la música de Julio Iglesias y que no quiere perder el tiempo con previos "al asunto", como él decía. Como ya imaginarás, apreciado amigo, yo eché dos pasos atrás y esperé acontecimientos. En mala hora. La indefinición es un buen camino para la soledad. Los partidarios de Sebastián, más dados a los placeres de la mesa que a las conversaciones con desconocidas, se dirigieron a un cercano mesón de alto copete y precio disuasorio donde, sin duda, colmarían sus anhelos por esta noche. Los más jóvenes dejaron que sus tripas cantaran y abrieron camino hacia la "boat". Preso entre dos fuegos decidí abordar una pequeña taberna donde, sin necesidad de tomar asiento en una mesa, me acerqué a la barra y pedí una vaso de vino con dos tapas, una de papas aliñás y la otra de atún encebollado. Suficiente para enfrentarme a lo que la noche me deparara. 


Cuando saboreaba un café sin leche o licor que lo enturbiara, pitó mi comunicador portátil, ¡qué invento!, y hablé con un portavoz de la facción Liberto: entramos en la "boat", te esperamos. Y cortó la comunicación. Dado como soy a conversaciones breves, entendí el mensaje a las primeras de cambio, de manera que pagué lo consumido y me dirigí a la sala de música y balie.


Una pequeña puerta que no hace justicia al renombre del local da entrada a un minúsculo rellano donde, tras una mesa más bien vulgar, se pertrechaban tres forzudos porteros dispuestos a cobrar peaje por franquear la entrada. Por fortuna me habían explicado que mostrando la llave del aposento ocupado en el parador a los forzudos porteros estabas exento del pago. Y así fue: dejé ver la llave y me señalaron, con muy buenas maneras -pase el señor, me dijeron-, unas escaleras escondidas detrás de un pesado cortinaje y que bajan, en tres tramos, hasta un local que deslumbra por su finura y buen gusto.Cegado como estaba por tanto esplendor, mi primera preocupación fue encontrar a mis camaradas. Esto, pensé, no es guerra para un solo soldado. A Dios gracias que mi mirada fue arrastrada como un imán hasta la barra. Y claro, allí estaban mis compañeros de batallas, espaldas contra la barra, vaso en mano y ojos barriendo el local. Me dirigí hasta ellos como una centella, y sin tiempo a saludar agarré un vaso de licor que me ofreció el mozo al ver que me unía al grupo, y adopté la misma postura que ellos. 


La barra donde descansaba está, si cabe, más acolchada que la del local del piano. Donde no hay colchón forrado con suave piel marrón puedes acariciar una madera de tanta calidad que miedo daba imaginar el precio de los licores. Apoyada la espalda contra aquel tesoro y con la mirada al frente, la visión que teníamos de la boat era privilegiada: enorme de dimensiones pero cálida gracias a la atinada disposición de mesas, sillas y espacios y por unos fastuosos ornamentos que te acarician los sentidos. En el centro del local, rodeado de mesas pequeñas como si fuesen para niños, hay reservado un circulo despejado de muebles y con el suelo de madera noble donde los asistentes pueden practicar sus bailes de moda y sus danzas regionales. Fue con la ejecución de una de éstas danzas regionales cuando quedé altamente impresionado, tanto que se me abrió la boca al observa cómo se produjo un silencio que nos envolvió a propios y extraños, y cómo la oscuridad se apoderó de todo el local durante unos segundos, para estallar sin previo aviso y con un brío sin par un fogonazo de luz dirigida al circulo para bailar, al tiempo que un río de armoniosos y rítmicos sonidos inundaban la sala.
 (A bailar, a bailar, a bailar alegres sevillanas
todo el mundo a bailar, a bailar, a bailar, a bailar, 
ven conmigo a bailar.
la feria se ilumina con tu belleza.Y así durante varios minutos).



El alegre soniquete empujó a mozos y mozas de la localidad -los forasteros nos quedamos a la expectativa-, como si un misterioso resorte los arrojara al circulo del baile. Fue muy emocionante, amigo J. Tendrías que haber visto cómo movían brazos y pies los bailarines, cómo cercaban los muchachos a las muchachas, cómo embelesaban las chicas a los chicos mediante sinuosos movimientos y cómo, en definitiva, reían y se divertían. Hermoso ritual, hermano.


Como ya he descrito anteriormente, el lugar con piso de madera ideado para la práctica del baile está rodeado de dos o tres círculos de pequeñas mesas con sus sillas, repletas de vasos y recipientes de licores. Pasado el tercer circulo de mesas se alza una plataforma donde caben otras dos lineas de mesas con sus sillas, también con vasos y licores. Tras ella otra plataforma con idéntica disposición de mobiliario y accesorios da pie a otra altura, pero con distinto aspecto. En este rellano las pequeñas mesas se habían sustituido por otras de una altura de vértigo, tal que necesitas de un taburete como los de la barra para estar en proporción. Como descubrí al instante, éste lugar de barras individuales era el idóneo para estudiar el ambiente, ya que la barra, a espaldas de estas mesas altas, estaba ocupada por tertulias o mujeres ya acompañadas. 


Efectivamente, amigo J, hice mía una de esas barras bipersonales y le pedí a una de las solícitas doncellas que se ocupan de servir ésta zona (hasta ese punto llegaba la elegancia del lugar, las doncellas y mozos tienen asignadas zonas de trabajo) que me abasteciera del licor más de moda en la boat. Aprovecho para aconsejarte, desprendido J, que nunca pidas licores a criterio de quien ha de cobrarte el avituallamiento; es preferible pasar por aldeano y dejar claro lo que se quiere o se puede, a tener que desembolsar una indecente cantidad de cuartos por una botella de un vino claro y con espuma traído desde la vecina Francia. Y qué te voy a contar de los franceses que tú no sepas, amigo mio. El caso es que saboreaba la tercera copa del espumoso cuando se paseó delante de mi, por tercera vez, a una por copa, una muchacha de escultural figura y radiante rostro. Sin duda iba a los urinarios, situados al final de mi rellano. Reponiendo la cuarta copa estaba cuando la vi acercarse de nuevo, y ayudado por los efectos del carísimo vino espumoso, mi lengua, retraída por naturaleza, venció el congénito temor a las mujeres que me ha acompañado toda mi vida y así le habló: ¿No es mucho mear? Ni que decir tiene, querido amigo, que si la hermosa muchacha no albergara algún interés por mi persona, allí mismo me hubiera abofeteado después de tan inapropiado arranque de conversación. Y con razón, creo yo. Pero como te digo, y te lo digo emocionado, algún apego me tendría cuando se detuvo en seco, me miró hasta turbarme y guardó un tenso silencio, sin duda esperando mi reacción. Quedé petrificado. Por fortuna uno de mis amigos estaba presenciando la escena desde la barra y tomó medidas: cogiendo una copa al vuelo y saltando sobre los taburetes se abalanzó sobre mi, puso el vidrio en mi mano y me dio ordenes muy concretas: invítala. Mano de santo.


Lo que sigue he de madurar si lo puedo contar. Uno es un caballero.


Hasta que decida, un abrazo, amigo. Búho.


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